de Mara Cecilia de Vido – Tena
La lluvia te sorprende bajo las hojas de plátano los sabores nuevos de la fruta exótica te son ofrecidos por niños amables las ramas de los árboles se llenan de sonrisas el sonido de la lluvia en el techo cubre todos los idiomas, y deja que hablen las miradas el almuerzo es devorado hasta la última migaja y los más dulces llevan lo que queda a los hermanitos que aún están en casa la naturaleza te sorprende explicada por los niños y cuando nos vamos los saludos nos persiguen hasta que la primera curva nos oculta de las miradas.
Hoy es un día cualquiera. Desayuno y me preparo para los olores de la cocina que pronto estará impregnada de aromas que no conozco, mientras apresuradamente preparamos el almuerzo para los niños que nos esperan en la escuela. Cortamos las verduras lo más pequeñas posible y ponemos un buen trozo de panela en la wayusa para endulzarla, conscientes de que nunca será lo suficientemente dulce para ellos, ni las verduras lo suficientemente invisibles. Con nuestras ollas listas subimos al retro de una camioneta y disfrutamos del viaje que deja el centro de Tena y se sumerge en la Selva. Cada día es como si viera este panorama por primera vez: montañas iluminadas y veladas por las nubes, árboles altos y el verde de las hojas que prevalece sobre todo. El aire tiene un sabor diferente, y lo respiro profundamente.
Cuando llegamos, algunos de los niños más grandes salen de las clases para ayudarnos con las ollas y materiales, felices de sentirse útiles. Cada día nos acercamos más, y la vergüenza desaparece poco a poco. El momento del almuerzo me sorprende por su generosidad y educación: todo se reparte de manera igualitaria, sin quejas de nadie y nunca faltan los agradecimientos una vez que las ollas quedan vacías. Con los estómagos llenos nos sentamos bajo el techo de lámina y dejamos que los niños jueguen libremente. Todos los niños deciden competir para ver quién sube más alto al árbol de mango, cuyas ramas delgadas esconden una fuerza que nunca hubiéramos esperado. Los niños se cuelgan y trepan, suben y suben, pero el miedo a lastimarse no existe: la agilidad que demuestran y el conocimiento de cada rama nos transmite seguridad desde su tranquilidad. Desde el frondoso árbol, entre las hojas, asoman piernas, brazos y risas.
Los niños más parlanchines están ansiosos por conocernos y ser conocidos, nos preguntan sobre nuestro país y nos cuentan sobre el suyo, mientras con cada vez más confianza empiezan a tomarnos de la mano o simplemente a apoyar la cabeza en nuestros hombros. Intercambiamos dichos y palabras extrañas, siempre hay tres idiomas: italiano, español y kichwa. Algunas palabras nos quedan más grabadas que otras, y se repiten varias veces, un poco para reír por la terrible pronunciación, un poco para transmitir respeto hablando cada uno en la lengua del otro.
En un momento nos sorprende la lluvia, el cielo se ha oscurecido pero el calor nunca se ha ido, así que sin darnos cuenta corremos todos bajo el techo que resuena tamborileando como un gran tambor golpeado por gotas fuera de medida. Algunos ya están mojados pero la lluvia aquí refresca y entonces aparecen sonrisas y todo se convierte en un juego: salimos del refugio para disfrutar de la tormenta, gritar, correr, bailar. Bajo la lluvia se juega con la cuerda, con trompos y boliches. Son juegos simples pero los niños podrían pasar horas totalmente inmersos y concentrados. Me gusta verlos jugar entre ellos, saben cómo turnarse, cómo ponerse reglas y los mayores ayudan a los más pequeños. Parecen tan adultos en sus responsabilidades y al mismo tiempo se divierten como niños.
Sus oídos finos oyen nuestra camioneta antes de que llegue. Nos ayudan a cargar todo en la parte trasera y se van así: no hay muchos formalismos, vuelve en un momento la verguenza inicial y nadie viene a nosotros para abrazos o despedidas. Arrancan rápidamente grandes hojas de plátano para usarlas como paraguas bajo los cuales protegerse, y en una larga fila cada uno se aleja hacia su casa. Es cuando ya no lo esperamos que comienzan a mirar hacia atrás para comprobar si todavía estamos allí para regalarnos un último adiós desde lejos.