de Alberta Pavone – Tena
Por las mañanas, el despertador siempre suena muy temprano, siento que mi cuerpo casi se ha acostumbrado a seguir el ritmo natural de luz y oscuridad. Aquí en Ecuador, el sol sale alrededor de las 6 de la mañana durante todo el año. A menudo me encuentro sola en la cocina preparando el desayuno y, mientras espero que suba el café, disfruto del amanecer y del silencio de las primeras luces de la mañana. Hay días en los que llueve intensamente, el cielo está blanco, cargado de humedad, y ni siquiera puedo escuchar el canto de los pájaros que normalmente acompaña los lentos despertares aquí en Casa Bonuchelli. En los días más claros, en cambio, el sol es una esfera roja de fuego, con contornos bien definidos. Sale rápidamente, barriendo la neblina blanca que hasta hace unos minutos cubría indistintamente la tierra, las hojas y las paredes de las casas. Miro el sol a través de las hojas de chayote, una planta trepadora que ha invadido la estructura de bambú del techo, y pienso en lo afortunada que soy de tener la oportunidad de vivir esta experiencia. Hoy quiero que sean mis ojos, llevarlos conmigo en un día como voluntaria con los Cuerpos Civiles de Paz (Corpi Civili di Pace) en Tena, Ecuador.
Llevo aquí cerca de seis meses, participando en un proyecto de apoyo a las poblaciones indígenas, especialmente en el campo de la construcción de sistemas de agua potable y servicios sanitarios en las comunidades rurales. Todos los días salimos temprano para ir al campo. Hoy, Gabriele y yo, otro voluntario italiano, estamos de buen humor, vamos a construir baños en Inchillaqui, una comunidad kichwa que se encuentra a 10 km de Tena. Listos para ensuciar nuestras ropas de tierra y cemento, nos subimos a la camioneta roja conducida por Eliceo, un técnico comunitario experimentado en el campo del WASH (Agua, saneamiento e higiene). El “maestro”, como solemos llamarlo, conduce el auto como si fuera un avión y habla una lengua propia, inmediata, hecha de silbidos, gestos y sonidos extraños que inicialmente tuve que aprender para poder sobrevivir con él en el campo y que ahora se ha convertido en parte de mi vida cotidiana. Llegamos a la comunidad, cargamos el material necesario y nos dirigimos hacia la casa donde debemos instalar el baño. En el cielo no hay ni una sola nube, el sol golpea duro aquí en Ecuador, pero afortunadamente después de unas horas de trabajo, el dueño de la casa nos ofrece algo de beber. La típica bebida de quienes trabajan y sudan aquí en el campo amazónico ecuatoriano es la chicha, que generalmente es de yuca o de maíz. Miro dentro del recipiente, veo que la bebida es de un color naranja brillante, “chicha de chonta” – me dice la señora mientras me ofrece una taza llena.
Es abril y estamos en plena temporada de chonta, una fruta producida por una palma alta de hasta unos 25 m, con un tronco recto y espinoso. Normalmente no me gusta el sabor ácido dado por la fermentación de la chicha, pero esta ha sido preparada con un poco de azúcar y no me desagrada el sabor. La bebo lentamente, a diferencia de Gabriele y Eliceo, que abren la boca y se la bajan de un trago. Ríen y me miran, Gabriele con los bigotes naranjas aún un poco sucios de chicha. En un momento dado, escuchamos gritos provenientes del fondo de un sendero y vemos a la gente que comienza a correr hacia el mismo punto. Al principio me preocupo, pero luego nos dicen que algunas personas de la comunidad han cortado un árbol de guaba para liberar espacio y poder construir una carretera, y todos corren para recoger los frutos caídos. La guaba es una de mis frutas preferidas aquí en Ecuador, es estrecha y larga, tiene una cáscara verde rugosa y una pulpa blanca y carnosa alrededor de las semillas, de sabor muy dulce. Es un buen momento, nos detenemos un rato, con nuestro botín entre las manos, todos estamos sentados algunos en una piedra, otros en un tronco encontrado allí por casualidad, chupando las semillas de guaba entre charlas. Continuamos trabajando hasta la hora del almuerzo, los dueños de casa nos ofrecen comida y me siento agradecida de poder compartir estos momentos con mis compañeros de trabajo.
Terminado el baño, nos dirigimos a San Pedro de Chimbiyaku, otra comunidad donde estamos a punto de comenzar un nuevo proyecto de agua. Hoy mi tarea es ir de puerta en puerta y preguntar a los propietarios de casa si pueden responder algunas preguntas para una encuesta con el fin de obtener datos precisos sobre las condiciones de uso y gestión del agua antes del proyecto que llevaremos a cabo en los meses siguientes. Es la primera vez que realizo esta actividad y estoy un poco nerviosa. No sé si la gente estará dispuesta y abierta a responder mis preguntas.
A menudo quien me recibe en la puerta es una mujer, una niña o un niño. Hay mujeres un poco desconfiadas, tal vez tímidas, probablemente no están acostumbradas a hablar con alguien que aún es para ellas una extraña. Mientras la señora Carolina responde mis preguntas, dos ojos negros me miran inmóviles desde una ventana de madera de la casa detrás de ella, para luego desaparecer tan pronto como mi mirada se encuentra con la de una niña que tiene ganas de jugar. Y luego, hay mujeres que me dejan entrar en sus casas, me limpian una silla polvorienta con una camiseta encontrada allí por casualidad y están felices de hablarme, me cuentan lo necesario que es para ellas un nuevo sistema de agua porque el que tienen ahora no funciona bien. “A menudo, cuando llueve fuerte, el agua no llega o llega sucia, de color café” – me cuenta la señora Marcelina – y “otras veces a algunos les ha llegado incluso un pez” – me dice riendo la señora Bethy. Mientras cierro la puerta de madera tras de mí, pienso en cuántas veces he dado por sentada la posibilidad y la inmediatez de abrir el grifo de casa y poder utilizar agua limpia y segura. El agua es un bien fundamental y un derecho humano ineludible para la vida de las personas, y sin embargo, en estos meses he visto cómo la falta de agua potable es una condición común, especialmente en las zonas rurales.
Vuelvo a casa agotada, el sol fuerte de este día se hace sentir y la humedad aún alta a esta hora de la tarde me hace sentir mi cuerpo privado de cualquier tipo de energía. Cuando entro en la cocina, los otros voluntarios y voluntarias están allí merendando, hay quien toca la guitarra y quien prepara la masa de pizza para la cena. Me uno a ell@s, como algo también y compartimos un poco nuestras jornadas. Observo a los pájaros que a esta hora siempre cruzan esta parte del cielo, vienen del campo detrás del vivero, sobrevuelan Casa Bonuchelli y el campanario de la iglesia y vuelan lejos, quién sabe a dónde.