de Maddalena Albera – Tena
Partamos de la base de que escribir este texto no es tarea fácil. Normalmente nadie nos pide que rehagamos nuestra vida, ¿verdad? Que echemos la vista atrás a lo vivido para extrapolar algún tipo de análisis, que nos detengamos en la experiencia para poner por escrito qué tipo de vida cotidiana estamos viviendo. Porque, al fin y al cabo, eso es el Servizio Civile: una vida cotidiana, aunque diferente de la normal. La diferencia radica en la cantidad de nueva información y estímulos receptivos que nuestro cerebro tiene que procesar: una inundación. Nos encontramos catapultados a otra realidad, donde las palabras tienen otro sonido y otros significados, la naturaleza nos envuelve (en la Amazonia quizá sería mejor decir “engloba“) con otros brazos, la comida sabe diferente y hay que replantearse las normas que rigen nuestros gestos y nuestra forma de relacionarnos con los demás. Pero, por otro lado, el sol nos despierta y nos acuesta, hay que lavar la ropa y preparar la comida y la cena, encontrar a alguien que nos cuente el día y darnos tiempo para escuchar a los que viven con nosotros.
Algunas referencias contextuales: Llevo 80 días viviendo en Tena. Ahora que los cuento, parece mucho tiempo. En mi experiencia emocional, a veces parecen años, a veces un puñado de días, por ese extraño efecto óptico que distorsiona el tiempo cuando intentamos mirarlo de cerca. Tena es una aglomeración urbana en parte engullida por la selva amazónica, en parte tratando de defenderse con sus dignos vertidos de hormigón. A veces caminas por la calle y los gases de escape de los coches te hacen pensar en alguna metrópolis india, otras veces recuerdas que aquí reina eso que nos empeñamos en llamar “naturaleza” (como si fuéramos algo distinto a ella), y los monos te piden comida en el parque del centro, mientras las plantas intentan abrirse paso entre el hormigón.
Hay que tener cuidado, casi, porque si doblas la siguiente esquina puedes encontrarte en la jungla. ¿Y qué es la jungla? Por lo que he visto, la vida en explosión. Quizá deberíamos dejar de llamar “naturaleza” a la naturaleza, y llamarla simplemente “vida”. Pues bien, aquí la vida empieza y acaba con enorme rapidez: todo se descompone tan rápido como se genera. La competencia por la vida es increíble, de modo que las plantas crecen sobre otras plantas que crecen en árboles muy altos, y los animales hacen nidos en los cuerpos de otros animales. No me cuesta creer que la meditación naciera en medio de los paisajes orientales, y no en este caos de ruidos y seres en movimiento, pues si te paras un momento a sentarte en un prado, al menos seis o siete seres con distinto número de patas han intentado disfrutar de él.
Vivo y trabajo en Tena, por un extraño giro del destino que me quiso aquí, en esa ronda de azares que el destino ha lanzado para dar otra vuelta de tuerca. Trabajo en un proyecto de desarrollo sostenible en la Amazonia y, aunque no tengo experiencia en agronomía o botánica, me he encontrado comprometido con las plantas. Con mis compañeras del día, las ayudo a crecer bien en el vivero de Casa Bonuchelli, siguiéndolas desde la siembra hasta el día en que abandonan el nido para ir a parar a manos de los habitantes de las comunidades de los alrededores de Tena. En el vivero producimos café (mucho) para los que quieren ser productores y plantas frutales y forestales (menos), para los que quieren reforestar su finca (porción de tierra privada para cultivo.
Y aquí es donde entra el componente humano: trabajar en este proyecto es principalmente un trabajo de relaciones sociales, mediado por el protagonismo de las plantas. Cada germinación corresponde a un apretón de manos entre un trabajador del proyecto y un miembro de la comunidad que quiere esas plantas en su tierra. Con los miembros de las comunidades kichwas hablamos de reforestación, biodiversidad y buenas prácticas para mantener sanas las plantas y los suelos. Supervisamos y geolocalizamos las plantas en largas y a veces agotadoras jornadas de “geoetiquetado“, en las que hacemos fotos de las plantas patrocinadas por Treedom, con plátanos, frutos secos y litros de agua y crema solar en la mochila, porque nunca se sabe lo larga que será la caminata por la selva hasta la finca, ni cuántos cientos de plantas habrá que trabajar.
Otros días, cavamos hoyos para colocar altos postes de chonta que sostendrán la estructura de los huertos comunitarios, actividades en las que ofrecemos la oportunidad a quienes lo deseen de cultivar plantas que darán nuevos frutos para enriquecer su dieta. Participamos en la construcción de mingas, momentos de trabajo colectivo en los que se implica toda la comunidad. Aquí nos comprometemos junto a las chakra mamas, mujeres de mano fuerte que recibieron un machete a los 7-8 años y que de generación en generación transmiten conocimientos y prácticas ancestrales sobre el cultivo de la yuca, el plátano y todas las demás plantas que crecen en sus chakras. Tienen una destreza manual y una fuerza muscular que asombran, y una serenidad que genera gestos cautelosos y reflexivos. En su trabajo, nos enseñan a calibrar nuestras energías, haciendo una pausa cuando la combinación de sol y sudor ha drenado demasiada energía, y no hay tiempo para ser innecesariamente enérgico. A su lado, nuestros cuerpos cambian.
Ha pasado demasiado poco tiempo para poder comprender lo que puedo dar aquí, pero lo suficiente para percibir lo que estoy asimilando. Mi mente y mis músculos están siendo moldeados bajo la fuerza de todos los elementos que me rodean. Uno llega aquí con un yo fuerte, con muros erigidos sobre su presunta conciencia. Creemos imaginar, antes de salir, lo que nos puede pasar y lo que nos podemos encontrar. Creemos saber cómo reaccionaremos ante el extraño con el que nos enfrentaremos. Y poco a poco, día a día, descubrimos que la única postura correcta es dejarnos atravesar y modificar, abandonar nuestros modos y pensamientos habituales para permitir que nuestro cuerpo y nuestra mente se adapten con apertura a lo que se le presenta.
Y así, la convivencia con mis compañeros de servicio me enseña a dejar de lado el orgullo, la relación con las mujeres y los hombres de las comunidades, en cambio, que para “entender” al otro es necesario callar y observar, que las superestructuras del pensamiento en muchos casos no tienen mucho que decir. De la naturaleza salvaje estoy aprendiendo que es esencial permanecer vigilante y centrado, pero también lo es confiar en lo que nos parece hostil, si queremos caminar con serenidad. Esta experiencia es un privilegio para quienes estén dispuestos a dejarse moldear.