de Ilaria Bonavita – El pensamiento popular ve a la selva tropical como un lugar inhóspito, una selva llena de peligros que la hacen inadecuada a la más mínima intromisión y presencia humana; sin embargo, es difícil disociar de esta imagen estereotipada aquellos sonidos armoniosos que simbolizan una presencia de vida exuberante. ¿Cómo una idea llena de vida puede acercarse a una idea tan difícil de un lugar?
Hace seis meses que estoy en el Tena, una pequeña ciudad ubicada en el Oriente ecuatoriano, esa zona geográfica localizada al este de la cordillera de los Andes y dominada por la cuenca del río Amazonas.
Pues sí, este mundo contrastado pero maravilloso ahora se ha convertido en parte de mi vida, con sus crepúsculos matutinos, de bruma suspendida hacia el horizonte arbolado, que marcan mi despierta y su aire denso de humedad que me recuerda estar aquí en la Amazonia.
“¿Estoy realmente caminando entre estas alfombras verdes tropicales con la intención de monitorear esas plántulas jóvenes inmersas en el bosque despejado?” Es un pensamiento que va y viene a medida que mi cuerpo y mi mente se adaptan a esta nueva realidad diaria.
Es difícil darse cuenta de que estás aquí, cuando te encuentras envuelto por laberintos de árboles que dominan cualquiera otra vista… y por un ritmo acelerado, salpicado de hábitos kichwas que me rompen la respiración, incapaz de adaptarme a este clima tropical, donde el sudor mezclado a la humedad te envuelve de una manera tan perpetua.
Hasta el estómago tiene dificultad para descifrar estos nuevos estímulos – culinarios – entre pinchos de chontakuro (Rhynchophorus palmarum, larvas de escarabajo ahumado) bocados de hormigas crudas o tostadas (Myrmelachista schumanni de agradable sabor cítrico, o Atta laevigata, conocida como “ukuy” que recuerda remotamente una palomita) o salteados de garabato yuyu (Macrothelypteris torresiana), palmito y semillas de patas muyu (brotes de helecho y hojas tiernas de palma – Bactris gasipae – llamado chonta; patas muyu, nombre kichwa del Cacao blanco común, Theobroma bicolor) sin mencionar los mil matices de sabores ácidos que distinguen a gran parte de la fruta amazónica; sólo queda un lejano recuerdo del pan, reemplazado por variaciones de plátanos y yuca, omnipresentes en cualquier comida del día.
Estos nuevos sabores poco a poco van adquiriendo cierta familiaridad… y después de seis meses incluso se remodelan las porciones y los ritmos a los que estabas acostumbrado, te encuentras tragando vasos rebosantes de chicha (bebida típica hecha de la fermentación de un ingrediente que varía entre la yuca , plátano y maíz) con una velocidad que ni siquiera una sed prolongada había logrado acelerar hasta tal punto. Esta bebida parece marcar la vida cotidiana, un poco como lo haría el café en nuestros frenéticos hábitos occidentales; lo único trepidante que percibo en este lugar es la rapidez en beber cucharones de chicha y en moverse con ese paso suave, amortiguado por el lodazal que sólo un nativo es capaz de atravesar con tanta seguridad e indiferencia. No es tanto la velocidad lo que me asombra, sino el inevitable descuido que de ella se deriva, al observar la naturaleza circundante, para seguir ese paso rápido y constante que un naturalista jamás podría tener frente a esta diversidad biológica que pulsa por todas partes.
En realidad, a partir de una observación leve del paisaje, mirando lo que puedo durante las actividades de campo, noté de inmediato esa alternancia constante de una serie de especies pioneras, como si estuvieran colocadas allí para recordarte que estás viviendo en contacto con la parte deforestada de la Amazonía, donde la tala ilegal o negligente es tan tangible y evidente ante tales escenarios de tabula rasa. Incluso con una mirada fugaz por la ventana, el paisaje parece dominado por extensiones de especies ornamentales, exóticas y pioneras que se elevan a lo largo del camino y reaparecen puntualmente en cada campo -finca- a monitorear: balsa (Ochroma pyramidale), guarumo (Cecropia obtusifolia ), especies herbáceas de los géneros Heliconia, Calathea y Fittonia, o arbustos violáceos como Cordyline spp y Codiaeum spp, frecuentemente utilizados como mojones de terrenos privados… o también epífitas del género Philodendron, con el típico crecimiento que muestran en la presencia de una madera secundaria.
«Mañana geotag», creo que es la frase más pronunciada entre nosotros en el equipo vivero en todos estos meses, dos simples palabras pronunciadas en tono velado, de advertencia, como para prepararnos psicológicamente para la imprevisibilidad que caracteriza cada salida al campo; «¿el GPS?» se ha convertido en un sustituto de un ‘’buenos días’’, seguido de la lista de herramientas necesarias que llevar a la finca para realizar las actividades de monitoreo y georreferenciación (geotag). En definitiva, la mañana parece comenzar con el susurro de unas palabras clave, las imprescindibles para no desactivar ese modo automático de ahorro energético guiado por la conciencia del esfuerzo físico que nos espera. La infaltable música kichwa y el reguetón matutino que dominan las radiofrecuencias aceleran la fase de despertar, hasta llegar al punto de encuentro con los beneficiarios, dueños de las tierras a reforestar o de las llamadas chakras -sistemas agroforestales que garantizan el subsistencia alimentaria familiar – a quienes se les donan frutas y plantas del bosque según las necesidades.
Cuando respetan el horario de la cita, nos encontramos frente la puerta de casa o cerca de su terreno, rigurosamente equipados con machetes, imprescindibles para dar paso a caminos aparentemente imaginarios que conducen a la finca. A veces no hay rastro de los beneficiarios, las plantas entregadas siguen ahí, a la espera de una plantación definitiva que debería haberse realizado dentro de las dos semanas posteriores a la entrega; en el peor de los casos, nos enfrentamos a un mapa estilizado de la finca con indicaciones un tanto cuestionables sobre la ubicación de las plantas a monitorear. Cualquiera que sea el escenario posible, subsiste el miedo inconsciente de encontrarse con campos arrasados por la ausencia de sombra, signos de deforestación descontrolada producto de un inadecuado manejo de la tierra, ya que todavía se cree comúnmente que los bosques son imposibles de cultivar en ausencia de total deforestación.
Caminando entre una finca y otra, estos pensamientos se convierten en un ruido de fondo, dominado por estímulos de todo tipo provenientes del entorno circundante: los gritos de los monos leoninos o chichico rojo (Leontocebus lagonotus) que interrumpen bruscamente el silencio del paseo o la vista de animales salvajes domesticados, como el agutí o guatusa (Dasyprocta fuliginosa), el coatí de cola anillada (Nasua nasua) o la catita aliazul (Brotogeris cyanoptera), especies protegidas a nivel mundial por CITES -Convención sobre el Comercio Internacional de Especies Amenazadas- que nos deja reflexionar sobre la importancia de la conciencia medioambiental que aún está muy lejana.
De repente, un corto pero agudo “uuh” interrumpe este flujo de pensamientos y me catapulta bruscamente a la realidad, inmerso en una franja de bosque escuchando este llamado que resuena en la finca, inusual costumbre kichwa para encontrar rastros de una persona perdida de vista por el camino.
Entrar en contacto con la gente de la comunidad es ahora una seguridad de las salidas de campo, dada la tendencia solidaria de ofrecer paseos en carro a todos aquellos que exprese la necesidad aunque sea a partir de un tácito intercambio de miradas… y luego te encuentras sentado junto a trabajadores cuyo objetivo del día es fragmentar aún más este hábitat para abrir el camino y crear espacio para el paso de nuevos oleoductos.
Los días transcurren así, rodeados de estos intensos momentos de introspección que llevan a tomar conciencia paulatina de esta realidad contrastada, entre el desarrollo urbano del Tena y la enorme diferencia de las zonas rurales aledañas, que inevitablemente suaviza mi mirada entusiasta de tal belleza significativamente efímera.
Solo queda la tarde, para descifrar y metabolizar esta maraña de pensamientos y emociones, mientras los constantes croares y chirridos, mezclados con el murmullo de mis nuevos compañeros de Casa Bonuchelli, me sumergen en el sueño y me recargan para otro día caluroso y húmedo en el Amazonas.