de Gaia Di Ninno – Entrar a la casa de acogida para mujeres víctimas de violencia Wasi Pani en Tena fue como un viaje a un mundo totalmente diferente, lleno de vueltas y altibajos, durante el cual parece que nunca entiendes nada, incluso cuando creías que empezabas a entender algo. Es un entorno en constante cambio, un ecosistema en que tan cómo se establece un equilibrio, entran en juego nuevos factores para alterarlo. Hay un trabajo continuo de adaptación y armonización de diferentes personas, con sus propias peculiaridades, necesidades, problemas, sufrimientos e iras, encerradas en una casa casi todo el día. Se crea una situación potencialmente explosiva y el trabajo del equipo no es solo evitar enfrentamientos sino también desenredar en lo posible las madejas de cada una de las personas acogidas.
El trabajo que se realiza en estos centros es ciertamente muy complejo y articulado, con una gran probabilidad de fracaso constante. Cuando entré a la casa ya tenía esta conciencia, pero desconocía por completo cómo se traduce en este rincón del mundo. Fue un gran y laborioso trabajo entender el contexto, las dinámicas, la gente, la cultura y la sociedad, incluso antes de poder operar con un mínimo de confianza y poder aportar algo. Todo sucedió en el típico modo de “aprende a nadar tirándote al mar”, estás en él, o entiendes cómo mantenerte a flote o te ahogas.
El grupo de mujeres y niños se me acercó desde el principio de manera semiabierta y semicerrada. Desde los primeros días fueron muy sociables, me buscaban, me hacían mil preguntas, pero era más un acercamiento movido por la curiosidad de los diferentes, aún impregnados de miedo y timidez. Sin embargo, la apertura se vio acentuada por la gran necesidad de estímulos que demostró el grupo acogido. Lo primero que percibí fue la dificultad que la estructura, manejada por muy pocas personas y con muy pocos recursos, tenía para proponer todas las actividades necesarias para el camino que necesitan las mujeres y los niños que han salido de situaciones de violencia intrafamiliar. La seguridad, la subsistencia y la satisfacción de las necesidades primarias de las personas están garantizadas, pero con mucho esfuerzo es posible insinuar un tenue comienzo de ese enorme y difícil trabajo de reconstrucción de la persona, de estabilización psicofísica y de elaboración de aquellas herramientas de que necesitará al salir de la casa y, en consecuencia, para su independencia.
El aburrimiento y la frustración que vivía el grupo ”estacionado” en la casa fue la primera y constante necesidad que me encontré, y fue la que en lo que traté de trabajar tanto como pude. Me di cuenta desde los primeros días que bastaba con proponer una actividad cualquier, como un juego en grupo o una salida al parque, para alegrar el día a las mujeres y los niños. Con el tiempo, los momentos de ocio y también de deberes que compartimos nos llevaron a abrirnos y conocernos personalmente. No fue inmediato, pero sucedió naturalmente. Compartir la vida cotidiana es una herramienta muy poderosa para acercarse a las personas de manera profunda, incluso cuando la comprensión se ve obstaculizada por malentendidos y límites, no solo lingüísticos (para muchas de las mujeres acogidas, el español es una segunda lengua, la primero es el kichwa amazónico), pero también cultural.
Tendría muchas historias que contar sobre estas mujeres y niños, muchas historias de vida y de lo cotidiano, muchas bellas y muchas feas. Es muy difícil incluso elegir un solo ejemplo, ya que cada una de estas personas tiene una vivencia diferente y peculiar, aunque muchas comparten experiencias y dinámicas similares. Lamentablemente, en el Ecuador persisten altos índices de violencia contra las mujeres, a nivel nacional se estima que el 65% de las mujeres de 15 años en adelante han sufrido algún tipo de violencia, ya sea física, psicológica, sexual o económica. En la región de Napo el porcentaje llega al 77,7%, de los cuales la gran mayoría se da dentro de la pareja o dentro de la familia.
En un contexto social y familiar caracterizado por la violencia generalizada, ya que también se transmite entre padres e hijos a través de una educación que legitima principalmente el uso de la fuerza, la mayoría de las mujeres se casan y/o tienen su primer hijo ya desde la primera adolescencia. Si por un lado persisten culturalmente las presiones familiares (cuando no forzamiento), sobre todo en las comunidades rurales, para que las hijas, apenas adolecientes, sean entregadas en matrimonio a un hombre, también es cierto que muchas veces son ellas mismas las que buscan una vía de escape e “independencia” de la familia violenta a través de un matrimonio prematuro. Otro factor que alimenta fuertemente la incidencia de la violencia en la región del Napo es el alcoholismo generalizado en la gran mayoría de la población masculina (pero no solo).
De hecho, más o menos el 50% de las mujeres acogidas en la casa que he conocido en estos 6 meses son menores de 25 años, con una media de 3 hijos. Salen de una relación abusiva con un marido que cuando llega borracho a casa (cosa que suele pasar) las denigra, las amenaza, hasta golpearlas brutalmente con cualquier pretexto, que suele ser una pretensa de dinero para seguir tomando. Esta es solo la punta del iceberg en la historia de muchas mujeres que desde niñas no han tenido acceso a la educación porque tenían que cuidar a sus hermanos o trabajar en la casa y en la chakra. Adolescentes que han sido abusados sexualmente por las personas más cercanas a ellos. Adolescentes que han tenido hijos antes de que puedan madurar, provistos solo de ejemplos violentos de educación. Mujeres que siempre han brindado el sustento económico de sus familias, pero a las que se les ha negado la posibilidad de administrar el dinero. Mujeres que finalmente decidieron romper estos lazos de dependencia, muchas veces por el bien de sus hijos, yendo en contra de los deseos de la misma familia y de toda la comunidad, ya que es normal que los hombres tengan “momentos así”.
Esta parece ser la matriz de muchas historias, aunque cada una tiene sus propias variaciones sobre el tema. Acoger, cuidar y ayudar a estas mujeres a reconstruirse, por su futuro y el de sus hijos, es un trabajo largo, complejo y que requiere mucha paciencia. No sólo es necesario trabajar sobre los traumas vividos, sino también sobre los patrones de violencia y engaño, muchas veces la única herramienta para frenar los abusos en la vida cotidiana, que han interiorizado a lo largo de su vida. El trabajo de “recomposición” integral de la persona y de replanteamiento de la vida en diferentes formas es necesario y crucial para evitar no sólo el regreso con el maltratador, sino también la búsqueda involuntaria de otras personas que se comporten de la misma manera.
Esta gran labor, sin embargo, está encomendada a unas pocas casas de acogida que existen en el territorio nacional, y a los aún más escasos presentes en la región amazónica. Muchos han sido fundados hace algunos años, no cuentan con los recursos económicos, materiales pero sobre todo humanos y profesionales necesarios para llevar a cabo la ardua tarea que se les encomienda. Las mujeres ingresan a la casa esperando que resuelva todos sus problemas de inmediato, en cambio se encuentran, en un momento de gran estrés y dificultad psicofísica, frente a un contexto muy difícil al que deben adaptarse. De las casas de madera en medio de la selva se encuentran en una casa superpoblada de la ciudad, llena de reglas, deberes, compromisos, visitas médicas y psicológicas, con un pedido de control y responsabilidad sobre los hijos que nunca tuvieron. Al mismo tiempo tienen dificultades para ver los beneficios, sobre todo cuando hay pocas posibilidades de cultivar sus anhelos, sus aspiraciones de futuro, su empoderamiento.
Con estas mujeres y estos niños estoy compartiendo momentos difíciles, pero también momentos de gran belleza, felicidad y alegría. Me enseñaron mucho sobre su mundo, sus tradiciones y la inmensa naturaleza que puebla esta zona y de la que soy totalmente ignorante. Siempre me sorprenden cuando, aun caminando por la ciudad, logran reconocer una fruta madura o una hierba comestible a tal distancia que mi miopía no me permite ni distinguir los contornos de los árboles. O cuando los mismos niños echan a correr tras trepar a algún árbol del que empiezan a desprender frutos nunca vistos. Todos conocen muy bien la flora y fauna del lugar, lo que es comestible y lo que no, que beneficios puede traer cada planta. Pero sobre todo, son esos hermosos momentos, sobre todo fuera de casa, en los que los vi a todos, mujeres y niños, libres de ser ellos mismos, los que quedarán imborrables en mi memoria.