de Martina Spinaci – El lugar donde se ubican es un lugar extraño, liminal, en la frontera entre la ciudad, el bosque y el río. Para llegar hay que pasar el malecón con sus lindos bancos y subir unas escaleras. El orden urbano duro y desigual que reina en las demás zonas de Tena se abre en un tajo, el hormigón se interrumpe y da paso a un camino de terracería, miras, y está abajo al fondo: otra cosa comparada con las casas de arriba , una densa red de palafitos enclavados al borde del río. Cuando llegas es un manto grueso de vigas, puertas, paredes, pedazos de madera pegados entre sí, hay pocas aberturas, muy pocas ventanas, todo es un enredo y una confusión. No está claro dónde termina una casa y dónde empieza la otra, y si Playita fuera una geometría sería esto: un proceso de eslabones consecuentes, una cadena. Para romper la textura de las casas, necesitas saber dónde está un callejón estrecho tallado entre las casas. Una vez atravesada la puerta se llega al centro de la comunidad, que consiste en un pequeño espacio abierto semicircular, donde los viejos voluntarios han construido una choza de paja toquilla para tener un lugar resguardado de la lluvia donde hacer actividades con los niños. Al frente hay una cancha donde los hombres suelen reunirse para jugar ecuavoley, y luego, bajo el borde deshilachado de la vegetación, está el río.
Pocas veces vamos a Playita, y la choza es el único espacio que se nos permite conocer, y por el que podemos pasar. Ahí es donde proyectamos películas infantiles, y ahí es donde nos reunimos con los padres para contarles su desempeño. A veces, Orsiola tiene que tocar de casa en casa para llamarlos, pero los adultos muchas veces no aparecen y casi parece que no les importa lo que tenemos que decir. Como en una especie de relación tóxica entre nosotros y los beneficiarios, no está claro si ellos tienen más necesidad de nosotros o nosotros de ellos. Bajarse en Playita es la mejor forma que tenemos de sumergirnos en las dinámicas de la comunidad, aunque nos queden casi oscuras. Su vida más auténtica queda escondida en la sombra de sus casas, esos espacios privados que no existen para nosotros, esos cuartos de madera semivacíos en los que conviven muchas personas, porque quedamos confinados al espacio público, el dosel que está en la luz del sol, donde eres masacrado por los isangos y donde circulan perros y ratas.
Cuando llegamos, una cosa que intentamos hacer constantemente es la difícil reconstrucción de su árbol genealógico. Tratamos de desligarnos de quién es padre, tío, pariente de los niños, para saber quién es la persona de contacto a la que debemos acudir. Las relaciones familiares son también algo confuso y anillado. Un niño es tío de otro, un niño está sin madre, el padre de otro ha cambiado de pareja y luego se muda pero de vez en cuando regresa, uno ha sido abandonado y vive con su abuela, pero la abuela es madre de otro de ellos . Las relaciones tienen algo de libres y menos formales que las nuestras, pero también suelen estar ligadas a la violencia y al alcoholismo, el sexo no es algo que se oculte a los niños, la maternidad se vive sin ese velo de romanticismo e hipocresía con el que se vive con nosotras.
El kichwa, la lengua que hablan, es una lengua aglutinante, que acumula morfemas en lugar de flexionarlos, y todo lo que declinamos, lo amasan, lo agrupan en sufijos pegados a las raíces. Las personas también somos así, aglutinadas y entrelazadas entre sí, con pocas esperanzas de desenredarlas para nosotros que estamos acostumbrados a expresiones faciales menos tensas, a una comunicación más verbosa, a unos gestos más pronunciados. Nosotros que no sabemos manejar esa distancia invisible de la que no se habla, pero que todos en silencio perciben, entre nosotros los gringos, y ellos, los indígenas.
Cuando los niños vienen a la casa Bonuchelli a hacer Apoyo Escolar les cuesta separarse, muchas veces se buscan, se alejan de los niños del barrio o de otras comunidades. Pienso en lo extraño que les debe parecer este espacio grande y ordenado a los que están acostumbrados a la maraña, a los barrancos, a las ensenadas. Debe parecer muy expuesto este patio vacío, estas columnas, esta fila de mesas y sillas, y ese misterio del segundo piso al que no pueden acceder sino tirando de algún avión de papel que no vuela lo suficientemente alto, y que a veces se atasca entre los aleros del edificio, ni abajo ni arriba.
De hecho, sus lugares favoritos son los baños, donde se encierran o se admiran en el espejo, el suelo debajo de las mesas, donde se esconden si no quieren relacionarse, el patio con columpios. Pero en realidad su reino es el jardín. Quizás también porque muchas veces no lo permitimos, excepto durante el taller de Medio Ambiente y el huerto escolar, pero hay algo que encaja. Perdemos un poco la postura de los educadores y ese intento constante de limitar y ordenar su naturaleza loca y desordenada. Los dejamos más libres y se dejan llevar: corren en el lodo con pantuflas de plástico, trepan a los árboles, saben manejar con soltura los machetes, nos piden cosas que los niños italianos nunca pedirían: semillas para sembrar y achotillos. Recogen granadilla silvestre y chupan limones y frutas silvestres que a veces salpican de sal y que para nosotros es casi incomible.
En cierto momento me doy cuenta, quizás un poco tarde, que para hacer lo que en un principio parecía imprescindible, como crear un vínculo con ellos, hacer talleres de educación de género, lectura, matemáticas y lógica, tal vez se necesita un lenguaje común, y para algunos de ellos ese lenguaje es negro y terroso, hecho de semillas y frutos.
Educar con ellos es un asunto complicado, y es difícil para un occidental lidiar con el sistema educativo ecuatoriano. En las escuelas rurales, como Huamaurco, solo hay un maestro y una clase, y todos los niños de la comunidad asisten a esa escuela, cuando toman sus exámenes todos hacen lo mismo, sin importar la edad. En las escuelas urbanas, los niños con carencias o problemas de disciplina, como los nuestros, se quedan solos.
En algunos aspectos extrañamos nuestras escuelas seculares. No nos podemos acostumbrar a estos libros de texto hiperreligiosos, que marcan inmediatamente a los niños con un sentimiento de culpa cristiano, y que a veces mezclan la ciencia con las creencias populares, hablando en una página del sistema solar y en la otra de “Malos vientos” que traen muerte y enfermedad.
En otros aspectos nos damos cuenta de que están acostumbrados a un universo simbólico occidentalizado totalmente desligado de la realidad en la que viven. A veces nos encontramos luchando con categorías invasivas, presentes tanto en los libros de texto como en sus cabezas, aunque nunca hayamos tenido experiencia directa con ellas. Por ejemplo, deben poder distinguir el invierno de la primavera, el verano y el otoño, cuando aquí no hay más que una estación más seca y otra más húmeda. Para colorear los dibujos de la gente nos piden el color piel, que es un color rosa pálido; dibujan una casa y hacen una de ladrillo, con ventanas y un techo inclinado, como se puede encontrar en los distritos residenciales de Londres. En Navidad luces de copos de nieve recorren la ciudad, que ellos simulan en sus dibujos mientras estamos a la sombra de las palmas de chonta y con los 30 grados de siempre. A lo largo del año luchamos por encontrar materiales escolares que puedan representar su mundo, y nos damos cuenta de que esta realidad apenas existe fuera de aquí. Por eso quedamos muy felices cuando encontramos Ainbo, una película ambientada en la Amazonía peruana para los cursos de verano. Y cuando les proponemos historias tratamos de ponerles cosas que les hagan sentido, las purificamos de castillos, zapatos de cristal, y las dotamos de un universo de botas, cochas que se deslizan en el agua, guatusas, casas abiertas de madera, wayusa, abuela sabias, monos, ríos, plátanos y sobre todo los ambientamos en el reino mágico por excelencia, el bosque.
Es difícil en este momento decir lo que traigo a casa de esta experiencia con los niños de Playita y otras comunidades amazónicas. Seguramente algo salvaje, intrincado y lleno de sangre vital como son, y como nos hemos convertido un poco también.